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LOS LOQUITOS NO TENEMOS DERECHO A QUE NOS QUIERAN

  • andrestorocarvalho
  • 10 may 2023
  • 9 Min. de lectura

Es posible que haya sido un error no poner entre signos de interrogación este título, pero creo que dadas mis finas circunstancias personales e intransferibles, así es como me suena y resuena.

Obviamente es necesario poner esta teoría personal en contexto, pues es posible que alguien lea esto, aunque ya por experiencia cuento con que este tipo de publicaciones no las lea nadie por su tinte «anti pensamiento mágico pendejo» que nos han impuesto las redes —es decir, ese que dice que cualquier cosa que parezca a simple vista no ser positiva es tóxica y tenemos que huirle como si fuera infectocontagiosa—, y que hacen que todo el mundo me corra como en ese experimento que llaman: La pimienta que huye, en el que se pone pimienta negra en un plato con agua y se toca el centro con la yema del dedo untada de jabón, y todas las moléculas de pimienta se apartan en desbandada alrededor.


Cuente pues a ver qué es lo que pasa

A ver, lo que creo que pasa es que precisamente esa idea de que tenemos que ser felices a toda costa y que la tristeza o cualquier otra emoción mal considerada mala o negativa debe esconderse y decantarse en silencio y ojalá en la oscuridad, donde nadie te vea o sepa lo que estás sintiendo o pensando, ha convertido poco a poco la vivencia de nuestros días, en una existencia bajo un «régimen dictatorial de la felicidad».


Así que tus redes sociales deben estar inundadas de fotos en las que se sonríe, se viven como nunca experiencias maravillosas, se divierte uno como duende de finca en paseo de adolescentes, se moja la piel en mares, ríos y piscinas bajo un sol que siempre brilla, se come como miembro de la realeza en restaurantes de pipiripao, o se baila y se brinca en las discotecas o en conciertos en la mejor rumba que se ha tenido en toda la vida, hasta ese momento. Pero no se muestra que un segundo antes y uno después de capturar esa imagen que se va a subir, algunos tuvieron que obligarse a sonreír, o que en vez de vivir realmente esa experiencia maravillosa con su pareja, familia o amigos, en realidad habían estado el 85% del tiempo pegados de la pantalla de la superminicomputadora portátil que sirve para hacer llamadas de la que somos esclavos.


¿Cuál es pues el mensaje?

Si lo que estás estudiando luego de seis semestres ya no te hace feliz ¡cámbiate de carrera! Si en el trabajo tu jefe no se comporta como un líder ideal ¡renuncia! Si tu amigo especial comienza a expresar su amor por ti y tú solo quieres pasarla bien ¡mándalo a la mierda! Si tu cónyuge dejó de ser ese ser humano especial de aura perfecta y sabor a chocolate que era cuando eran novios ¡uche pa’llá con los marranos! Si algo, lo que sea, simplemente no llena tus expectativas, no te satisface, no es lo que ideaste ¡fúchile, guácala y fo!


No, no está mal, como dice el meme: «no veo falla en su lógica»… pero claro, es que así es como nos están bombardeando por todos los lados, con ese tipo de razonamiento, con un estilo de pensamiento que invita a actuar de inmediato, a ejecutar casi sin reflexionar, que no permite visualizar a largo plazo, a mirar más allá o quizás hacia adentro y preguntarse si de pronto, eso de no ser feliz con casi nada de lo que se hace, se tiene o se es, tiene más que ver conmigo, con lo que no he resuelto, con aquello de lo que tengo que responsabilizarme primero.


A lo que vinimos… vamos

Bueno, ahí está el contexto, lo que viene es la justificación del título y la razón de esta publicación tan personal. Tengo una enfermedad mental, ya hasta hospitalizado he tenido que estar, porque la descompensación de la química de mi cerebro lo ha exigido… por eso mi cuento de «loquito», forma en la que se suele tildar a quien padece de este tipo de dolencias. Tengo un trastorno depresivo que es de vieja data y que tiene picos altos y picos bajos mientras navego en este océano incierto al que llamamos vida.


Resulta que este viejo compañero que me abraza desde los años mozos de la adolescencia —cosa que no sabía, y que descubrí recién gracias a mis terapias—, se potencializó por un capítulo muy importante de mi vida. (Aquí viene el chisme gordo). Conviví mucho tiempo con un ser humano que era paciente psiquiátrico y que no me lo advirtió. Su trastorno de personalidad es considerado como uno de los más fuertes y difíciles de tratar.


Los profesionales en salud mental que le trataban y que me contactaron cuando muchos años después, una de sus crisis por no tomar los medicamentos psiquiátricos hizo que el mundo estallara en pedazos, me dieron una recomendación que simplemente no fui capaz de asimilar en el momento: como este síndrome tiende a afectar directamente a las personas que le rodean, yo debí de haber huido apenas ellos me lo dijeron —tal y como lo dictan los amables dictadores de las RS—, pero mi reacción fue diferente, lo que hice fue intentar reflexionar sobre lo que estaba sucediendo, mirar si era yo el culpable o al menos tenía que responsabilizarme de mi parte, evaluar mis sentimientos y el papel que me correspondía en la relación, apostarle al caballo en el que me había montado y tratar de poner todo lo que fuera necesario de mi parte para retornar al camino abandonado.


Resultado: terminé enfermándome más. Mis síndromes del humor y del afecto, más el depresivo se intensificaron, hallaron caldo de cultivo y pelecharon hasta el punto de llegar a una fuerte crisis personal, que terminó volteando toda mi vida patas arriba, obligándome a renunciar a lo que había construido por años, y a pensar en empezar una etapa personal en medio de la primera depresión traumática que experimentaba, solo y sin nada. Aunque casi me mato por una sobredosis de medicamentos psiquiátricos, no todo fue malo, pues esta crisis me dio para escribir un libro que titulé: Se arregla la DePresión. Pincha para saber más.

Pareciera que es cuestión de enfoque

Las enfermedades mentales cuando no son crónicas o agudas, no tienen una manifestación física visible reconocible, es decir, no se ven como una erupción en la piel, o como una mancha en una radiografía, sino que se exteriorizan a través de emociones como la tristeza y la ira, o la ausencia de estas como la anhedonia o la abulia. Esto hace más difícil su percepción y aceptación por parte de los otros como una enfermedad, y lo que es peor, las hace caer fácilmente en estereotipos diminutivos, que terminan minimizando un sufrimiento que puede llegar a ser tan doloroso como la amputación de un miembro.

Si se convive con alguien a quien se ama y esta persona se enferma, la reacción común es la de cuidarle, hacer cosas en pos de su recuperación, acompañarle en su sufrimiento y servir de apoyo para que su dolencia se haga más llevadera ¿verdad? Pero es que es fácil ver que si tu pareja está postrada en una cama porque un efisema pulmonar no le deja otra opción, ya que le duele, le quita energías, le impide sentir ganas de hacer las cosas que le gustan, entonces se puede comprender, se le permite sentirse mal, se siente compasión por su sufrimiento. Ahora, si la enfermedad es mental, si el dolor está en un lugar en el que no se puede ver a través de una tomografía, que la persona manifiesta que le duele tanto que la hace llorar a diario, que le quita tantas energías que no le permite salir de la cama, que es tan difícil de llevar que no es capaz de disfrutar aquello que hasta hacía un tiempo la hacía vibrar, entonces ¿se nos puede hacer difícil pensar en el acompañamiento en una enfermedad como la depresión o la esquizofrenia?


Que se lo aguanten en la casa

La tendencia del pensamiento general es la de que en este tipo de enfermedades, el paciente es quien tiene la culpa, o que la padece porque no se autoregula, por lo tanto es común escucharte decirle: «animate. Cambiá de actitud. Poné de tu parte. Metele ganas al asunto. Hacé ejercicio. Meditá». ¿Cuando alguien cercano a vos es diagnosticado con diabetes le decís: “vos no necesitás insulina, autoregulate y verás, eso es cuestión de actitud”?


Algunas personas me preguntaron —con ánimo de crítica, yo sé—, luego de conocer mi historia con este ser humano del que ya hablé antes, el por qué si ya me habían advertido y sugerido que no me quedara ahí, decidí permanecer y luchar por eso. Hay muchas explicaciones de tipo psicológico y patológico que un terapeuta puede y pudo identificar, claro, pero en medio de mi ignorancia y como manifestación de algunos miedos, lo justifiqué con esa razón que pocos entienden, esa que por pendejo tal vez, me resonaba en la cabeza y me decía que había hecho un juramento de estar en la salud y en la enfermedad.


Hay enfermedades de enfermedades hablando del ámbito mental, pero no se puede negar, menos luego de padecer una, que por menos grave que parezca el diagnóstico, tienen un componente si no infectocontagioso, sí transmisible, y que por su forma de manifestarse, obviamente termina afectando a los que conviven con el paciente, pero ¿qué enfermedad no hace eso? Es decir, nadie que convive con un enfermo de leucemia anda «feliz de la moña».


Sí, ver sufrir a alguien que se ama te tiene que afectar, pero por alguna razón cultural, de comunicación, por ignorancia, o por falta de tratar más este tipo de temas, es más aceptable y justificable el padecimiento de estrés o que el acompañante o pareja de un paciente de una enfermedad como un aneurisma cerebral que deriva en una parálisis, termine sufriendo de una enfermedad mental como la depresión, a que este ser humano que convive con un enfermo mental termine enfermo también. Aquí es cuando viene ese término común y tan de moda, usado en las redes sociales para minimizar y justificar la acción inmediata de huir sin remordimientos, pero también sin reflexión: es que es un ambiente tóxico.


Como me supo a cacho, por eso entiendo

La vida en su dinámica aleccionadora, me dio la posibilidad y oportunidad de estar en las dos posiciones: la de compañero de un paciente y la de paciente con un compañero. En la primera posición obtuve las herramientas necesarias para comprender que como ya lo había afirmado antes: hay enfermedades de enfermedades. También que está bien reflexionar sobre la situación, repartir cargas y asumir las responsabilidades, pero que hay límites que no se pueden permitir ser transgredidos. Que está bien amar, pero que hay un amor más importante que se debe cuidar y estimular para que haya otros amores sanos y satisfactorios, que es el amor propio. Y otra cosa muy importante que he afirmado varias veces a lo largo de este texto, que es que una enfermedad mental puede afectar mucho a las personas que conviven con un paciente.


Por eso cuando tuve que asumir el segundo rol, conforme mi enfermedad se incubaba en una segunda crisis vital, la más fuerte que he tenido hasta ahora, producto de una situación de estrés máximo que obligó a mi cerebro a nadar en cortisol por más de cinco meses continuos, fui capaz de reconocer en el otro ser humano los síntomas reflejo que le producía mi enfermedad mental. Esto me impactó profundamente y empezó a colarse entre mis pensamientos irracionales alimentados por la racionalidad de una experiencia anterior en la que yo fui la víctima, y decidí hacer mi agathusia: es decir, renunciar al amor y a la vida en pareja, para evitar que el otro ser humano terminara enfermo también.


No sé si sonará chistoso, pero ahora tengo una pregunta que me hago constantemente a la luz de la comprensión de este concepto, y como nunca voy a tener la respuesta, pues me obsesiona un poquito: ese otro ser humano, apenas le dije que se alejara porque yo estaba enfermo y no quería que se enfermara también, aceptó de inmediato… hay algunos atenuantes que no cabe mencionar aquí que indujeron a esta respuesta rápida, ejecutiva por su parte, pero, y aquí viene la pregunta que me hago y es: ¿y si hubiera sido por un cáncer, también habría dado la misma respuesta y de la misma manera?


Los «loquitos» no merecemos que nos quieran, porque a costa de nuestra enfermedad, no es justo que otro sufra… así que será cosa de que nos soporte alguien que siente por nosotros un amor verdadero e incondicional como el de la verdadera familia, que dicho sea de paso, genera un aún más desgarrador dolor, más grande y profundo que el generado por el ver sufrir a un extraño que se hace importante en la vida de uno por un tiempo.


Para terminar, quiero aclarar algo muy importante y es que no pretendo ni quejarme, ni acusar a alguien, ni tratar de imponer una forma de pensamiento con una teoría personal sobre las relaciones humanas. No estoy promoviendo la creación de mártires que tienen que sacrificarse y que tienen que acompañar a su pareja porque es un «loquito», no, ni mucho menos, sino que quiero invitar nada más, a reflexionar un poco sobre esa necesidad que tienen las redes sociales de vendernos una vida desechable, una existencia que por estar en busca de una felicidad que no existe, porque se supone que está afuera, lejos, en cosas y experiencias externas, en vez de aprender a reconocer lo que está mal en nosotros y buscar adentro.





 
 
 

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