La lucha de la congruencia
- andrestorocarvalho
- 11 abr 2024
- 9 Min. de lectura

«Buenos pensamientos, buenas palabras, buenas acciones».
Esta es la premisa de una de las religiones más antiguas e importantes de las que se tienen registro, se llamó zoroastrismo, miles de años después evolucionó en Roma época en la que se le llamó mitrasismo. Se afirma incluso que de ella es de la que se desprenden el cristianismo, el judaísmo y el islamismo, es decir, las principales religiones monoteístas. De esta frase se puede determinar que la esencial fuente del bien o del mal, es el hombre mismo, y se fundamenta en otorgarle a cada quien la capacidad individual de responsabilizarse de sí mismo y de su vida. Alude a la congruencia, al pensar, al ser, al decir y al hacer de manera armónica.
Una de las consecuencias más importantes de la congruencia en mi humilde opinión, es lograr como consecuencia serse leal a sí mismo. Por eso el título de este texto, pues he llegado a concluir luego de mucho dar vueltas, que ser congruente y serse leal a uno mismo requiere de una lucha constante, por raro e incongruente que suene esto.
Para justificar esta posición, me voy a agarrar de otra premisa muy popular, amada por los políticos y más amada aún por sus detractores, pues la pueden usar en contra de sus contrincantes con sevicia, a pesar de que luego la necesitarán con toda seguridad, es esa que dice: «tonto es aquel que no tiene la capacidad de cambiar de opinión (posición) si cree que está equivocado». Y hago alusión a este tema porque a veces hay que reconocer que se deben tomar decisiones que parece que van en contra de lo que somos o pensamos, pero que al analizar desde una perspectiva más amplia o simplemente diferente, el no tomarlas harían más daño o serían incorrectas.
A veces hay que traicionarnos
O al menos eso parece, pues se deben tomar decisiones tan radicales, o ejecutar actos tan poderosos que pueden modificar o tu vida, o tu forma de pensar. Ahora, si es para bien pues no es traición, solo es la modificación del camino a otras estancias profundas personales, en cambio, si luego notas que te ha hecho más mal que bien, efectivamente te has traicionado y hay que pagar las consecuencias.

¿Cómo saber si no es intransigencia el no cambiar una posición, que no es solo miedo a traicionarnos? La fórmula no la tengo clara, es más, no sé si exista algo parecido. Aquí habrá que hacer uso de la intuición, creo, del autoconocimiento, de nuestra propia historia para tratar de ser más asertivos y tomar la decisión un poco más confiados.
¿Cuál es el riesgo?

El riesgo es vivir. ¿Acaso de eso no es de lo que se trata esta vaina, este jueguito llamado vida? El caso pesado para mí está es en las consecuencias, en los daños directos y colaterales si es que se me puede permitir denominarlos así, porque no faltará el purista vital que diga que al final hay que terminar adaptándose, asumiendo y seguir adelante.
Pero… que sea bueno o malo para vos dependerá del tipo de decisión que se tomó y claro, de tu personalidad, de tu cultura, de tu forma de ser y de ver la vida. Le sumaría tu capacidad de soportar el dolor, tu salud mental, tu fuerza de voluntad, tu responsabilidad y tu proyecto de vida. Al final, con la perspectiva del tiempo, tal vez terminés viendo que sos el resultado de tus decisiones, que maluco también es bueno, y que finalmente, algo aprendiste. Viviste, ¡listo!
La lucha interna continua

No sé si será un problema —creo que sí, la ignorancia es una bendición—, ser tan reflexivo, el estar pensando y repensando todo: mi vida, mis pensamientos, mis decisiones, a mi yo y mis consecuencias, pero es que comparto tanto tiempo conmigo mismo, me gusta tanto hablar de cosas importantes y solo me tengo a mí —porque así lo decidí, nadie a mi lado, nadie más de nuevo que tenga información profunda sobre mí—, que no puedo evitar encontrarme en una lucha personal constante por ser congruente y en ese sentido, serme leal, no traicionarme.
A veces me encuentro diciéndome, por ejemplo, una de mis premisas vitales más importantes: «no decir lo que pienso, no expresar lo que siento», porque a nadie le importa. Y entonces, presa de la más temible de las condiciones humanas, me pasa algo que me irrite, me duela, me ponga triste, y entonces estallo y termino diciéndole hasta misa a la persona menos esperada… «maldito boca floja» me termino diciendo a mí mismo, me he traicionado, me toca reflexionar sobre lo que ha pasado y si me he traicionado al decir lo que pienso o expresarme, o si por el contrario, me he traicionado a mí mismo tratando de imponerme una vaina que va en contra de la naturaleza de ser un ser humano.
¿Entonces a qué viene todo esto?

Bueno, como siempre, estos textos nacen porque algo me sucede, me impacta y me genera algo importante en las entrañas. Resulta que hace poco me di cuenta de algo que me dio confirmación de cosas que yo sabía, que tenía claras, pero que por protección psicológica, por acolchar al corazón y que se anestesiara haciéndose el loco, había ocultado. Pero como todo lo que es verdad, esta vaina tuvo que salir, exponerse, estallarme en la cara, y entonces me generó un montón de sensaciones, entre esas las de la traición.
Desde muy joven, en la primera etapa de la adolescencia, cuando comencé a tomar consciencia de la vida, del mundo y sus condiciones, me dije a mí mismo, hasta que me convencí, que jamás sería padre, que no traería hijos a este mundo. Me armé y he ido complementando conforme más viejo me hago, de argumentos que justifican esta posición desde todos los aspectos posibles: económicos, políticos, sociológicos, ecológicos, físicos, metafísicos, conceptuales, extracurriculares… en fin.
Al iniciar mi vida sexual a los dieciséis años, confieso que no fue muy divertido el asunto, pues mi mente consciente y rígida le ponía algunos bloqueos al placer inconsciente que produce la exploración de esta dimensión tan importante para cualquier ser humano. Era tal el miedo a dejar a mi novia de la época embarazada, que llegué a utilizar varios métodos anticonceptivos a la vez.
La decepción, la traición hermano

En la época de la universidad tuve mi primer y único susto. La novia de esta etapa me salió un día conque tenía un retraso de unos diez días o algo así, íbamos para las dos semanas. Nos cuidábamos, era riguroso, aunque no tanto como al principio. Sin embargo, era consciente de que incluso así podría pasar —sobre todo si va a venir el anticristo—: un condón defectuoso, un ritmo mal interpretado, en fin. El impacto fue grande, la pensadera, el estrés. Yo era un veinteañero que trabajaba de mensajero para pagar la cuota mensual del préstamo estudiantil.
Entonces llegó la conversación crucial, recuerdo que fue en el atrio de la iglesia de Girardota, a los pies del Señor Caído —¡hágame el favor!—. Ella no quería, no podía quedar embarazada; era estudiante, había dejado su trabajo de cajera en un supermecado y ahora estaba en las entrañas de un banco, por fin descubriendo lo que era tener dinero más allá del elemental; así que lo único que veía como camino era el aborto. Yo, temeroso de cometer un acto horrendo, le sugerí que nos casáramos… me dijo que no, que no teníamos ni con qué sostenernos como individuos, casarnos sería una locura. Entonces, traidor de mí mismo, le propuse que tuviera al bebé y me lo entregara. ¡Casi se muere! Recuerdo su mirada todavía. Sí, me traicionaba con eso de no tener hijos, pero quería ser congruente con aquello de ser leal hasta la muerte a una vida que dependería de mí.
Resolvimos finalmente con cuatro pastillas de Cytotec. A esta novia, a mi Pato, fue a la única que pensé sacarle crías. Gracias a Dios que esa vaina fue un susto no más. Hoy en día pienso en las consecuencias que me hubiera tocado afrontar si hubiera sido diferente… habría pasado de ser mi pato, a la pata que pone los huevos morados: el nene o nena tendría ya más de veinte años, y estoy seguro de que esa mujer se habría encargado de hacer de mi vida como padre, un infierno, porque es un ser, o era —por su historia de escasez— materialista, centrado en el asenso social y material. ¡Guacala!
Confirmación de mi posición

Queriendo no alargar más este rollo —aunque nadie lo leerá, no sé qué diablos me pasa al preocuparme por la extensión—, luego de esa novia han pasado dos mujeres más por mi vida —si le ponemos ese nominativo a una parte de mi cuerpo, le podemos sumar otras dos—, con una me casé y me pareció un muy buen partido porque ella ya tenía hijos, era mayor que yo y, aunque alguna vez me dijo que sí le hubiera gustado tener un crespito mío, no hubo presión por tenerlo, por lo tanto fue perfecto. Esa posición vital estuvo a salvo, o mejor dicho, no tuve que confrontarla.
La otra, la última —hasta ahora literal y espero que así sea hasta el fin de mis días—, entró a mi vida de una manera especial: la llamo mi crisis de la edad media, pues tenía catorce años menos que yo, no había proyectos a largo plazo, ella tenía toda la vida por delante, pero yo que ya estaba más viejo, entrado en los cuarenta, con un divorcio a cuestas, quebrado, diagnosticado con una depresión mayor, y me atreví a conquistarla —craso error—, así terminamos construyendo una historia de seis años y poco más.
Construcción de la muralla de cristal

Cuando estoy viviendo con este ser humano esa etapa de conocimiento mutuo, recojo como información principal a tener en cuenta para saber si todo valdrá la pena, que su sueño como mujer era casarse y tener cinco hijos, tres propios y dos adoptados. Conocer esto me prendió unas alarmas fuertes, visibles, aún así, cobardemente, tal vez impulsado por el amor que me fue creciendo como espuma por ella, o por el miedo a quedarme solo, no sé ¡maldita sea!, sabiendo que eso no tenía futuro, me zambullí más y más.
Algo de tiempo pasó, se habituó a mí, nos moldeamos el uno para el otro y tal vez, como yo ya estoy anquilosadito, menos flexible por el paso del tiempo a mis creencias vitales, y mis decisiones tienen mayor firmeza, llegó un momento en el que ella alcanzó a decir gritando a los cuatro vientos, y no estoy exagerando, porque así fue alguna vez frente a personas cercanas, que no quería hijos, que juraba jamás tener bebés, que no los soportaba, que se sentía incapaz de aguantarse los llantos, los gritos, los berrinches, los caprichos.
Cuando estaba finalizando esa historia, mi instinto, mi conocimiento, mi sabio interno, me hizo empezar a sentir en las tripas que tenía que dejarla ir, que el reloj biológico ya se había activado, y que en realidad era más bien como un contador regresivo de una bomba que en cualquier momento iba a estallar. Por dentro me carcomía la idea de estar reteniendo a un ser que necesitaba cosas que yo no le iba a dar, que yo ya había vivido, que sabía cómo eran, cómo terminaban y que no quería repetir.
La traición verdadera

Tomé la decisión a pesar de estar enamorado, de estar cansado y enfermo, creyendo que la estaba enfermando a ella. Por amor, solté el ancla entre retorcijones. Con muchas cosas que pasaron tras bambalinas y que no vienen al caso mencionar, a menos de un año de haber terminado nuestra relación, ya ella estaba casada y embarazada, viviendo en otro país.
Esta información me dio en los bajos, claro, en este blog hay varios resultados escritos que demuestran lo que por esta mente enferma ha pasado. Sin embargo, una de las cosas más importantes que quiero señalar, es justo este tema que ha dado origen a este texto: la lealtad y la congruencia.
Dentro de todo lo que ha pasado por el tablero, ha estado la culpa: me he culpado a mí mismo por no haber sido el hombre que ella necesitaba, deseaba y con toda seguridad había soñado, pero que yo le mataba constantemente en esas charlas deliciosas vitales que teníamos a veces, en las que yo exponía mis aprendizajes en carne propia, pero que ella no podía entender. ¿Cómo es que yo no fui capaz de darle un anillo de compromiso? Si ella se soñaba mostrándolo en el dedo anular con orgullo. ¿Cómo es que no le pedí la mano en un lugar especial? ¿Cómo es que no le ofrecí una boda con vestido de novia y los amigos y la familia alrededor celebrando nuestro amor? ¿Cómo es que yo no me hice reconectar los conductos deferentes para poder implantar mi semilla en su vientre? ¡Estúpido! ¡¿Cómo no lo viste?! Culpable.
Noooooo, un momento, amigo, Andrés, ella ni siquiera fue desleal. Ella fue una traidora… pero se traicionó a sí misma al estar con vos, tal vez no por la relación, sino por afirmar en voz alta que no quería eso por lo que ha corrido con las alas abiertas en tan poco tiempo. Se traicionó a sí misma por no ser firme con su sueño y darle gusto a la persona que la acompañaba en ese momento, para sentirse segura y que yo me sintiera seguro.
Yo, a pesar de lo sufrido, lo dolido, lo consumido en medicamentos psiquiátricos me tengo que reconocer algo que es lo único que he de tener en perspectiva y muy presente: YO ME HE SIDO LEAL, AUTÉNTICO, NO ME HE TRAICIONADO A MÍ MISMO.
No negocio mis principios, no cambio mi pensar, mi forma de ver la vida. Yo, a pesar de tanta lucha interna, he sido coherente, YO SOY CONGRUENTE.
Comments