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De vacaciones en LOCOLANDIA

  • andrestorocarvalho
  • 2 sept 2023
  • 17 Min. de lectura

Vea pues que resulta ser que los sueños sí se hacen realidad, no importa la edad a la que se tuvieron o la que se tiene a la hora de cumplirse.


Esto aplica también para los malos sueños —bad dreams de los gringos—, o pesadillas que llaman.


Estoy dormido en posición fetal, cubierto con mi cobija preferida, en la parte trasera de un vehículo que se detiene. Veo hacía arriba por la ventanilla que es de noche, el cielo está negro pero se ve rojizo a la vez. Abren una de las puertas del vehículo y mi mamá me carga envuelto en la cobija. Me lleva cargado por un rato y siento que me pasa a otros brazos, entonces siento un vacío en el estómago. Me está cargando un hombre y no es alguien a quien conozca. Me han dejado en el suelo, pero estoy en la terraza de un edificio alto, de unos diez pisos, y puedo ver que abajo en el parqueadero mi mamá se está montando en un carro, un Renault 12 color crema. La llamo a gritos, me está abandonando. Volteo a ver al hombre que está a mi lado, es alto, tiene un sombrero de vaquero y una pañoleta le cubre media cara, pero no le alcanzo a ver los ojos. Mira hacia abajo, indiferente a mis gritos. Ahora tengo que hacer lo que él diga, es lo que siento con terror, mi vida le pertenece.
Imagen tomada de 123RF

Este sueño data de cuando era un niño, tendría unos cinco años. Es uno de muchos sueños que he tenido a lo largo de mi vida, que se quedó grabado a fuego en mi memoria. Todavía lo recuerdo y siento el vacío en el estómago.


Otra cosa que no es un sueño pero a la que le tuve miedo siempre —soy un saco de miedos, que asco— es a la locura. Desde niño me contaban que mi abuelo materno en su juventud, tuvo algunos periodos en los que se le «safaba la chaveta» y que se ponía muy raro. Entonces había que darle su espacio. Así que no sé por qué, no sé de dónde, alguna vez fantaseé con la idea de terminar loquito y siendo tratado por loqueros, y entonces me nació un temor —otro pues, ya ves— hacia el hecho de tener un estado mental deficiente, a que me «patinara el coco» y por eso terminar la la land, en crazyland.


Los sueños se cumplen, ya ves

Que no se pierda la esperanza jijuemama. Por ahí dicen que justo a lo que más se le teme es a lo que tendrás que enfrentarte tarde o temprano. Y como si fuera una ley de la vida, así es, doy fe.


Me gané hace poco unas vacaciones pagas, todo incluido (transporte, alimentación y viáticos), a locolandia y al final, no fue una experiencia tan traumática. Es más, tal vez por el hecho de haberla «agarrado con suavena y su pitillo», terminó convirtiéndose en una experiencia de viaje más, como cuando tuve mi marca Salí, con la que me invitaron a viajar y a comer en hoteles y restaurantes de todo el país.

En esta excursión al maravilloso mundo de los pacientes psiquiátricos semiagudos, pude cumplir pues esos dos sueños de los que hablé antes. Ninguno se ejecutó al pie de la letra, es más, distaron mucho de lo proyectado en mi maquinita de ideas, pero no puedo dejar de sentir que están directa y proporcionalmente relacionados entre sí.


Lo que pienso hacer a continuación, es un ejercicio de catarsis (purificación de las pasiones del ánimo mediante las emociones que provoca la contemplación de una situación trágica), y a la vez, prestar un servicio social para aquellos que o sienten curiosidad de cómo es una experiencia como esta, o también temor a tener que vivirla porque su estado actual le puede llevar en algún momento a considerarlo. Yo hubiera agradecido esto, pues estaba esperando encontrarme con lo que le muestran a uno en las películas. Bueno, es parecido, pero no igual.


El proceso de hospitalización

Empieza con el acercamiento a Urgencias de tu EPS. Allí te tiene que valorar como en cualquier caso un primer médico encargado del triage. Este lo pasa a uno al psiquiatra de urgencias, que hace una evaluación más profunda y determina si es necesaria una hospitalización en centro psiquiátrico, o si es un caso ambulatorio en el que te quedas en la zona de urgencias por uno o dos días nada más.


En mi caso, la recomendación de mi psiquiatra personal era la hospitalización, porque me iban a cambiar la dosificación de una medicina y a combinarla con otra. Esta maniobra ponía en riesgo mi estabilidad y necesitaba de una vigilancia constante para atender de manera inmediata cualquier síntoma de malestar o desequilibrio. Así pues que yo iba fijo, con la ropita guardada en morral al lado del cepillo de dientes y el champú, porque me «enguandocaban» sí o sí.


Sin embargo, uno de los principales temas hoy en día con la salud mental, es que hay muy pocas camas disponibles y es posible que, dependiendo del lugar en el que te reciban, te toque esperar hasta cinco días o tal vez más, antes de que te puedan hospitalizar. Esto es muy incómodo porque en urgencias a veces, tampoco hay suficientes camas, y te toca quedarte en un sillón reclinomático, o como debe ser, en una camilla en una zona separada por cortinas, donde siempre hay luz encendida y escuchas quejidos, lamentos, conversaciones y demás, de los otros pacientes que están a tu lado. Además, siempre tiene que haber un acompañante contigo, y a este, le asignan una silla para sentarse el tiempo que sea necesario; ahí le toca dormir, comer, en fin.


Mi proceso de urgencias empezó un poco antes de mediodía. A las tres de la tarde ya estaba en camilla y mi mamá era mi acompañante. A mi padre le tocó quedarse por fuera. Dormir de esta manera es imposible y mucho más para mi mamá, por lo tanto a las 9 pm llegaría mi hermana de reemplazo para pasar la noche. Sin embargo, a las 7 pm me dieron la noticia de que pasaría a hospitalización en cualquier momento, así que no iba a ser necesario que alguien se quedara conmigo. Es importante aclarar que mi psiquiatra recomendó que nos presentáramos en la Clínica San Juan de Dios en La Ceja, pues tienen hospitalización psiquiátrica, lo que indica que el desplazamiento era algo complicado para dicha operación de cambios, idas y venidas de diferentes acompañantes, ya que nosotros vivimos en Medellín. Por lo tanto, que me pasaran a pabellón ese mismo día relajaba un poco las cosas. A las 11 pm por fin, me trasladaron hacia lo que sería mi futura experiencia.


Dos pájaros de un solo tiro

Cuarenta años después de haber tenido ese sueño, que ahora llamo premonitorio, finalmente sucedió. Sin cobija preferida, ni en Renault 12 color crema, ni en un edificio alto, pero: al pasar al pabellón era de noche, una noche muy oscura por cierto; mi madre se despidió de mí de beso y abrazo y me dijo: esto es por su bien, relájese y me entregó a un señor que medía más de 1,90 m, que todo el tiempo llevaba tapabocas, no tenía sombrero, pero sí dejaba ver sus ojos. Era el doctor Rafael, psiquiatra al mando del pabellón. El loquero mayor por así decirlo. El hombre del que dependían mi suerte, mi vida y mi futuro. Tal cual ¿o no?


Al pueblo que fuereis…

El pabellón San José está al frente del pabellón Santa María. Uno es solo para hombres y el otro solo para mujeres. Es un corredor muuuuuy largo, cortado a la mitad y separado por puertas de vidrio de seguridad, que abren solo por la presentación de una tarjeta de empleado del hospital y con reconocimiento facial. Todo allí es automático y hay cámaras en cada rincón, excepto —eso espero— en los baños de las habitaciones. En estos pabellones, con capacidad para unos veintiséis pacientes cada uno, se internan los semi - agudos, es decir, aquellos que son calmados, que no son agresivos y que tienen conciencia de la realidad. Hay otro par de pabellones alejados por más y más corredores y puertas de seguridad, para los agudos.


Mi llegada a media noche dio para que pasaran varias cosas: la primera, que el panorama se veía muy diferente al estar de noche. Las instalaciones son muy modernas y la verdad, sentí como que llegaba a un buen hotel, con puertas de madera corredizas, muy altas y bien diseñadas, un sofá de cuero con un revistero al lado y el techo tenía unos espacios abiertos hacia el cielo, cubiertos de vidrio por supuesto. En ese sofá, un auxiliar de enfermería que tendría un poco más de veinte años, fue quien me recibió. Me hizo sacar toda la ropa del morral y una bolsa de tela adicional en la que traía mis babuchas y algo de mecato. Bueno, a todas las pantalonetas, sudaderas o busos que tengan cuerdas, tiras o cordones, se los quitan, los zapatos también. El tipo no fue muy amable y me rompió una sudadera en el proceso. El mecato está prohibido, también el teléfono o cualquier otro aparato electrónico. Si llevas cuchilla de afeitar o cualquier otro objeto diferente a la ropa, —yo llevaba cuatro libros—, te los decomisan y te los guardan en armario bajo llave, y tienes que pedirlos para usarlos y entregarlos de nuevo. Mis libros se salvaron porque el doctor Rafael me lo permitió y pude tenerlos conmigo en mi habitación. No te dejan tener bolsos, morrales, bolsas ni billetera.


La otra situación a la que me expuse, fue a que, como era casi media noche, me ordenaron agarrar mi ropa con las manos, entrar a la habitación, me enseñaron mi cama y un closet en donde guardar las cosas y me dejaron solo, parado en la oscuridad porque las luces son automáticas, apretando mi ropita contra el pecho. Nadie me explicó las normas del lugar, horarios, actividades, posibilidades, prohibiciones, en fin. Quedé ahí tirado, en una habitación compartida con otro señor y completamente desubicado. Así que me tocó aplicar esa frase que dice: al pueblo que fuereis, has lo que viereis, para poder adaptarme. Los que llegan de día si tienen una inducción.


Un primer día para aprender

Imágen tomada de https://hctortopedicos.com/

Los colchones y las almohadas son duros y están hechos en un material plástico; los cubren con sábanas y fundas de algodón, pero para los que tenemos temperatura corporal elevada, eso significa: calor y sudor. Dormí, tenía qué hacerlo y gracias a Dios lo hice porque ya no habría más oportunidad de descansar.


A eso de las ocho y cuarto de la mañana me despertaron de un grito: ¡Andrés… el desayuno! Completamente desubicado me levanté. Mi compañero no estaba y había tendido su cama, también había colgado sus calzoncillos en una silla que había en la habitación. Me eché agua en la cara y salí. Ahora con luz todo lucía diferente. Había un montón de gente caminando, o sentados en el sofá que había visto la noche anterior, y otros dos que estaban en el fondo, más allá en el corredor. En medio de todo estaba la estación de enfermeros. Comencé a caminar y nadie me decía nada. No sabía hacia donde dirigirme. Entonces un enfermero apareció y me preguntó si yo había desayunado. A mi negativa, me indicó una puerta abierta. Era el comedor, con cinco mesas y seis sillas cada una. No había nadie en este recinto y un plato y dos vasos estaban solitarios a mi espera. Un sánduche de jamón y queso, y dos galletas Saltín venían en un plato envuelto con plástico estirable, un vaso con jugo de guayaba y una taza con chocolate, completaban la vianda.


Al terminar se deben llevar los platos a una cocineta que estaba en un lateral. Salí y me dirigí hacia mi cuarto con el fin de organizar mi ropa en el closet, y con la idea de sentarme a leer en mi cama. Entonces vino una enfermera y me dijo que tenía que salir de inmediato de la habitación, porque no se permitía a nadie quedarse en el día en ellas. Apenas salí, cerraron con llave. El baño, con ducha, de cada habitación quedaba accesible. Entonces miré a lado y lado y comencé a caminar de arriba abajo en el corredor para reconocer el terreno. Nadie me habló y yo no lo intenté tampoco, no hice contacto visual con nadie. Había hombres desde los catorce años hasta los setenta, calculo.


El jefe del pabellón, el psiquiatra Rafael, me llamó a su oficina, se presentó y me interrogó por una media hora. Me pidió que le contara mi versión de la historia y le explicara el porqué de mi estadía en sus instalaciones. Tampoco me habló de las reglas del sitio. Le pedí que me permitiera tener mis libros a mi disposición y a los diez minutos de haber salido de su oficina, él mismo me los entregó y dio la orden de que abrieran la habitación para guardar los que no estaba leyendo. Tomé el que había empezado y me senté en el suelo frente a mi habitación. Ese sería por los siguientes diez días, mi lugar.


Los horarios de la rutina

Imagen tomada de: https://suitdelux.es/

Estos lugares funcionan como una cárcel de mínima seguridad, es decir, es lo que creo o con lo que me atrevo a compararlo, teniendo un total desconocimiento del asunto. Para que funcione tiene que ser así, no hay de otra. Todos los internos someten su vida y sus ciclos circadianos a la rutina impuesta por las autoridades, que en este caso son los enfermeros, a quienes se les tiene que obedecer y respetar, son hombres y mujeres, siempre hay unos tres o cuatro en el pabellón. La mayoría son muy amables y hacen con amor y vocación sus labores, otros no tanto, pero no hay nadie malo o maltratador, eso sí hay que dejarlo claro.


Aclaro también que los horarios los entendí y aprendí con el curso del tiempo.

6:30 am: los black out de las habitaciones, que eran automáticos y manejados desde la enfermería, se levantaban para dejar entrar la luz y aligerarle el sueño a los internos.

7:30 am: más o menos, entran dos enfermeras y te toman la presión y te preguntan si ya hiciste popó.

8:00 am: llamado para desayunar. A veces era arepa o pan, sin mantequilla, o galletas, una mortadela o una salchicha, a veces era una papa rellena, pocas veces huevo revuelto. Un jugo y chocolate. Dispensan los medicamentos ordenados por el psiquiatra para todos los internos. Yo empecé con dos. Vi a un compañero tomarse unas diez.

8:30 am: cierran con llave las habitaciones. Si no te has bañado ¡pailas! A partir de ese momento, me sentaba en mi rincón en el suelo a leer. Me leí siete libros en los diez días que estuve interno.

11:00 am: llamado para tomar mediamañana, por lo general era una fruta.

12:00 m: llamado para tomar el almuerzo. Se dispensa la segunda ronda de medicamentos. El menú siempre consistía en una sopa, por lo general de verduras o pastas, un plato con arroz; una ensalada; una proteína que o era pollo, o carne de res o de cerdo; un carbohidrato que era o papa hervida, o puré, o fideos, o pastas. A veces nos ponían un complemento de lentejas con salchichas. La sobremesa era un jugo, de guayaba la mayor de las veces, guanabana, mango o mora. Era más agua que fruta. Yo tenía en mis bolsillos el cepillo y crema dental, así que salía del comedor y me lavaba los dientes y me sentaba en mi rincón.

4:00 pm: no siempre, pero casi todos los días, un recreacionista, no sé si llamarlo así sea justo, porque era un profesional en algo, tal vez trabajo social, no sé, era el encargado de hacerle gastar energía y entretener a los más jóvenes del pabellón, aunque cualquiera podía hacer las actividades con él en la mañana y en la tarde, para pintar con témperas, con colores, hacer figuritas en papel maché… en fin, varias manualidades. Pero, a las cuatro, todos, nadie podía quedarse en el pabellón, teníamos que salir a una sesión de media hora de ZONA VERDE. Nos sacaban a un espacio de mangas y con dos placas deportivas para jugar con balones de baloncesto o de vóleibol. Yo caminaba en círculos y visitaba a mis amigos los patos y cisnes, que estaban en un lago.

4:30 pm: llamado para tomar el algo, que era avena con galletas Ducales, o colada, o Milo con galletas Saltín.

5:40 pm: Llamado para tomar la comida, que era igual que el almuerzo, es decir, con las mismas opciones, pero se cuidaban de variar para no comer lo mismo el mismo día. Nos daban, a veces, cuando el grupo de enfermeros era cuidadoso y eficiente, y habían usado la tarde para organizar los pastilleros con las fórmulas, la última tanda de medicamentos. Como a mí me daban mi pastilla para dormir, y a esa hora ya nos habían dado acceso a la habitación, entonces me empiyamaba, hacía unos quince minutos de meditación y me acostaba a dormir. Caía de una, porque por lo general estaba mamado de estar tirado en el piso todo el día. Mi idea era estar inconsciente la mayor parte del tiempo.

6:30: Llamado para tomar la merienda, que por lo general constaba de colada o chocolate con una tostada. Cuando no habían podido dispensar los medicamentos con la comida, nos las entregaban en este momento.

7:00: bajaban los black outs, yo ni me daba cuenta.

7:30: cerraban con llave las habitaciones, todos debíamos estar acostados o por lo menos en las habitaciones. Es mi suposición, porque no creo que los sardinos se acostaran a dormir desde esa hora, pero no sé. Todo el tiempo estábamos vigilados por cámaras. Al psiquiatra le daban informes todos los días de cómo habíamos dormido. Lo sé porque las veces que me entrevistó me dijo que había visto o recibido el informe de que yo tenía un buen ciclo de sueño.


Espacio compartido

Yo soy raro y así me debieron catalogar en ese lugar. Todos teníamos nuestro rayón, claro, estamos hablando de un pabellón psiquiátrico, y como el mío consiste en el aislamiento social nunca hablé con nadie, y la verdad no conocí a ninguno de mis compañeros, apenas capté por rebote el nombre de dos o tres de ellos. Yo tengo una frase propia surgida debido a esta situación que estoy viviendo: entre enfermos mentales, nos reconocemos. Todos fueron muy respetuosos de mi espacio. Yo no miraba mal a nadie, ni era agresivo. Siempre que me hablaron contesté con una sonrisa y sin ignorar o herir a nadie. Saludaba y me despedía, pero no dejaba puertas abiertas para que me abordaran o trataran de acercarse a mí. No era un ogro, solo quería estar solo y todo el mundo así lo entendió sin tener que expresarlo verbalmente.


De todas maneras, siempre he sido muy observador y bueno, al estar tanto tiempo encerrado sin mucho qué hacer, me hice más consciente de mi entorno y terminé por identificar a mis compañeros a quienes les puse un nombre para reconocerlos, ya fuera por su físico o sus características de personalidad.


Tuve entonces a Pacheco, el hombre con más edad del grupo, calculo casi los ochenta años. Muy parecido al reconocido y desaparecido presentador de televisión. Las facciones, la nariz grande y colorada, la piel picada, los cachetes caídos. Tenía un lugar elegido que no se le podía invadir, era una esquina de uno de los sofás. Cuando se paraba por alguna razón y alguien se le sentaba ahí, se paraba a un lado o al frente, como el señor Burns, o como un gallinazo para incomodar al agresor y recuperar su lugar.


Estaba El Ejecutivo o El Doctor, un hombre de unos cincuenta a sesenta años. Cabello totalmente cano y bien cuidado, también las cejas. Un hombre culto, con mirada inteligente, de baja estatura, muy amable y siempre bien vestido, con sudaderas completas, de pantalón y chaqueta. Todos, desde los niños hasta Pachecolo, lo respetaban, y con todos era muy cordial, siempre atento a quién necesitaba algo. Detectaba a los que estaban mal y se sentaba a conversarles y aconsejarlos. A mí me vio un día inquieto y se acercó a preguntarme qué me pasaba, le dije que necesitaba un bolígrafo para apuntar algo y me lo prestó. Muy buen tipo.


Abulio era un hombre de unos cuarenta y tantos. Siempre lo vi en pantaloneta y con una cobija cerca. Apenas nos sacaban de las habitaciones se buscaba un sofá y se acostaba a dormir, lo hacía todo el día. Cuando nos sacaban a la zona verde, lo vi tirarse a dormir en posición fetal, en medio de los que estaban jugando baloncesto. Las otras veces, se tiraba en el prado bajo un árbol, o en un corredor al lado de la puerta por la que volveríamos a entrar. Hablaba duro y era gracioso, a todo le sacaba un chiste. Esto lo noté en el comedor por supuesto, cuando tenía que estar despierto.


Wachowski era un muchacho de unos treinta y algo. Tenía el pelo oxigenado en la parte de arriba y rapado a los lados y atrás. Le puse así porque tenía los ojos saltones pero los párpados se cerraban haciéndolos chiquitos. De labios muy grandes y carnosos y la mandíbula medio proyectada hacia adelante, y algo de papada… en fin, me hizo recordar a la coordinadora de Monster INC. la que le pedía los informes a Wachowski, el ojito verde amigo de Sullivan.


Gallo de oro era un muchacho de unos veintitantos, alto, cuidaba su imagen. Casi siempre llevaba un gorro de lana de colores en la cabeza. Le puse así porque apenas veía a una mujer se pavoneaba como un gallito, incluidas las enfermeras. Le encantaba irse al extremo del corredor, a mostrarse y a mirar a las mujeres del pabellón Santa María, y les daba espectáculo, hasta flexiones de pecho lo vi hacer en una oportunidad para que lo miraran.


Al que más me inquietó de todos le puse Triángulo porque era de hombros anchos, brazos gruesos, y la camisa cuando lo mirabas desde atrás, se veía como un triángulo. El cuello era grueso, muy grueso, la cabeza era redonda y maciza, muy peluda y el cabello le hacía hondas como una teja Ajover. Tenía las piernas cortitas y cuando caminaba, se balanceaba como un totem. Se paraba al frente de su habitación a mirar entre las cejas a todo el mundo. Cuando lo hacía conmigo, me picaba un gusanito por dentro, me inquietaba. Me imaginaba que si al man le daba por ponerse agresivo, tenían que venir diez enfermeros para medio sostenerlo. Se llamaba César… lo siento, pero no pude dejar de relacionarlo con el jefe de la película El planeta de los simios. Se balanceaba con un ritmo especial, un dos, un dos tres, un dos, luego giraba o entraba a la habitación, y se mandaba la mano derecha a la boca y hacía bit box. Luego volvía a pararse al frente de la puerta, se balanceaba y caminaba hasta el centro del corredor, se devolvía y hacía otra vez lo mismo… todo el santo día.


La Pequenea era un niño de unos quince años. Camisas anchas, bermudas más grandes que él, una cachucha o un gorro de lana en la cabeza siempre. Todas las actividades las hacía saltando o corriendo de aquí para allá. En sus clases de manualidades todo lo que hacía tenía que ver con el club Atlético Nacional y se lo mostraba con orgullo a todo el mundo.


Termino con Milhouse, el más jovencito, unos catorce años tal vez quince. Era alto, pero tenía carita de niño, tenía gafas gruesas y siempre estaba bien peinadito. Era también hiperactivo… tenía que estar hablando todo el tiempo, incluso en el comedor o cuando la gente estaba tratando de ver televisión… era a veces, insoportable.


Había muchos más, y a eso hay que sumarle que casi todos los días entraban nuevos y salían internos, así que la población flotante variaba todo el tiempo. Estaban el Gato, un moreno de ojos verdes y una cicatriz muy inquietante en el cráneo, Tatoo, un man que tenía tatuajes sobre los tatuajes, el brazo derecho lo tenía completamente tatuado de negro, incluidos los dedos, hasta el codo. Solo negro. Estaba NBA, un muchacho con el logo de esta entidad tatuado en el cuello, lo raro es que nunca lo vi jugar baloncesto. Mateo, un jovencito de unos veinte años que se mantenía triste, y se ponía más triste cuando veía que alguien iba de salida… creo que lleva mucho tiempo allá y se quedará mucho más. Supe de una chica que veía todos los días, que sufría de bulimia y ya llevaba tres intentos de suicidio, que tenía que estar un año y medio como mínimo allá.


La despedida (por fin)

Imagen tomada de: http://www.ahora.cu/

La experiencia no fue tan traumática, aunque me pegó duro, pues me dejó esa sensación de no tener control de mi propia vida y tener qué hacer las cosas cuando alguien te lo dice, no cuando quieras. Además los fines de semana —me tocó uno con puente—, nos quedábamos solos con las enfermeras, porque los demás médicos, el psiquiatra, y las chicas que constantemente estaban limpiando los baños y los pisos, se iban, entonces se sentía más desolador todo.


Me imagino que no me dio tan duro porque duró poco… pero no sé hasta dónde sería capaz de soportar ese ritmo, lejos de mi perro y de mi gato, de mamá y de papá, de mis libros, de mi computador, en fin.


Salí porque finalmente los medicamentos no causaron estrés en mi sistema y los asimilé bien, además me quitaron el ansiolítico y fue satisfactoria también a ojos del doctor Rafael, mi reacción orgánica y mental.


No me fue mal, pero no quisiera volver a ese lugar. Mi personalidad tranquila y mi síndrome del afecto y del humor, que me aquietan el espíritu sin tener necesidad de estar socializando ni haciendo muchas actividades, me permitió acomodarme fácilmente, pero no sé, no creo que todo el mundo pueda soportar mucho tiempo el encierro.

Ahí dejo mi cuento, pocos lo leerán y sobre todo completo, pero, espero que así como alguna vez los videos sobre la depresión que subí a YouTube, esto también le sirva a alguien… con una sola persona, me doy por bien servido.


 
 
 

1 Comment


Camilo Díaz
Camilo Díaz
Sep 15, 2023

Hay muchas oportunidades de mejora en la atención en salud mental, especialmente el ámbito hospitalario. Espero puedas sacar lo mejor posible de ésta experiencia y sigas sanando. ¡Saludos!

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